Dora González Lima
México, Matanga Ediciones, 2013
“Un manojo de historias ligeras de corte pop [...] que tienen
como protagonista a Lola Limantour, una mujer atrevida, ácida y extremadamente
histérica, que resignifica su cotidianidad [...] en medio de un mundo ciber
caótico, imprevisible y fascinante", eso anuncia y promete la nota de
contraportada de El arte de lastimar y otros placeres, ópera prima de Dora
González Lima (México, D.F., 1975), que ha sido publicada por Matanga Ediciones
en una aventura amistosa en la que tuve el honor y el gusto de ser la editora.
Agrega la nota que el libro es “un ejercicio honesto, cargado de
humor inteligente y confrontador, que nos permite apreciar algunas de las
nuevas maneras en que la mujer actual se cuestiona y se responde cuál es su
lugar en una sociedad exigente y vertiginosa”.
Lo cito porque me parece fundamental, a propósito del libro,
echar un primer vistazo a esta sociedad vertiginosa y cibercaótica —para usar
sus propios adjetivos—, caracterizada por una sobresaturación de información de
naturaleza efímera, casi volátil —muchas veces frívola; otras, no tanto— y con
una línea del tiempo (time line) imposible de seguir en Twitter, por ejemplo
—al menos con las capacidades actuales del ser humano—; un poco menos cruenta
en Facebook, que suele ser de aliento más amable y amistoso.
Esta realidad bipolar e histérica —para seguir utilizando los
adjetivos de la contraportada—, típica de la cibercultura, también ha ido
modificando en cierto modo los hábitos de lectura y escritura: en la actualidad
hay mucha más gente practicando cotidianamente ambas actividades —leyendo y
escribiendo el día entero—, pero de manera distinta a como se concebían hasta
hace apenas unos años. Ya se ha inventado, incluso, el término prosumer —fusión
de producer y consumer; también usado en español como prosumidor— para llamar a
quienes somos, al mismo tiempo, productores y consumidores de información en
internet.
Las personas de la —digámosle— “edad media”, es decir, esas
generaciones ubicadas entre los mayores que ya no quieren involucrarse en el
frenesí cibernético y los más jóvenes, que parecieran traer tatuada esa
impronta en su ADN, por nuestra vinculación activa a las esferas laborales y a
la llamada ciberciudadanía (o sea, quienes acostumbramos, cada vez con más
asiduidad, a laborar, pagar, comprar, vender, anunciar servicios o distracciones,
comunicarnos, entretenernos, culturizarnos, relacionarnos e informarnos a
través de internet), nos hemos visto obligados, prácticamente de manera
insoslayable, casi como recurso de subsistencia, a incorporar y actualizar
constantemente esos nuevos conocimientos y mecanismos.
Y la literatura no ha sido la excepción. Ejemplos elocuentísimos
son el boom de la minificción y el surgimiento de eso que han llamado
twitteratura. La brevedad de los estilos comunicativos —especialmente los de
las comunidades virtuales— plantea nuevos retos: no es fácil lidiar contra
enunciados reducidos a 140 caracteres. El hastío que esto suele imponer ante
lecturas más extensas, obliga a cautivar por medio de herramientas como el
humor, la agudeza, el ingenio, la ligereza y también, por qué no, cierta
liviandad. Y éstos forman parte de las artimañas de las que ha echado mano Dora
González, especialista en comunicación y comunicadora de primer nivel —y hablo
de profesión, de oficio, pero sobre todo de práctica cotidiana—, en El arte de
lastimar y otros placeres, al que la propia autora ha definido como “moderna
tragicomedia con cuadros de chat, redes sociales y telefónos celulares, plagada
de tintes telenoveleros y musicales”.
Así, resignificar la cotidianidad implica en el libro de Dora
muchísimas cosas, algunas de ellas referidas a ese “nuevo” arte de narrar. Tal
es el caso, en primer lugar, del rejuego y la confluencia de géneros. Que es
una novela y también un libro de viajes ha dicho Leticia Romero Chumacero, y
comparto ese criterio a pesar de que las 13 historias que integran este volumen
son unitarias, con principio y conclusión en sí mismas. Esta aparente paradoja
es resuelta por la protagonista, Lola Limantour, esa mujer atrevida, ácida y
extremadamente histérica que es el hilo conductor de una acción aparentemente
continua y cronológica —al final, donde el colofón es a la vez inicio, nos
daremos cuenta de que es en realidad cíclica, o quizás en forma de espiral— que
va uniendo, como eslabones, a todos los cuentos que forman el conjunto. Esos
cuentos que, a su vez, tienen mucho de crónica —tanto de la vida de la
protagonista como de sus contemporáneos, incluidos los lectores—, así como de
introspecciones reflexivas acerca de distintos estados de ánimo, lo que concede
al libro una polifonía de tonos que es reforzada por los poemas insertados para
concluir cada cuento/capítulo.
El humor, el desprejuicio —a veces cercano al desparpajo— y esa
especie de afán exhibicionista que también caracterizan la interacción en las
comunidades digitales, forman parte de la ambientación de las aventuras
amorosas y de las decepciones de Lola Limantour quien, al narrar su propia
historia, pinta una época sin muchos entretelones o subterfugios. Y hay mucho
de gozoso, incluso de sanador, en esa intención de cronista alivianada, lo que
enlaza con las teorías que utilizan la literatura y el arte como terapias y
vías de autoconocimiento.
La máxima, a veces un tanto injusta, de que “Una imagen dice más
que mil palabras” parece haber (re)cobrado fuerza en estos tiempos de la
virtualidad. Y en las páginas de este libro el respaldo visual es
coprotagonista: en ellas encontramos 31 ilustraciones originales de Juan Carlos
Jiménez, quien fue además el diseñador editorial, y una más de Raúl Romero. El
formato, que podría llamarse ergonómico, de fácil manipulación, también se
cuenta entre sus atractivos. De modo que contenido y forma logran un adecuado
balance, elemento indispensable y definitorio en el éxito de ventas que ha
tenido El arte de lastimar y otros placeres.
De las tribulaciones de Lola Limantour se enterarán cuando lean
el libro; no sería justo revelarles las sorpresas. Pero sí les adelanto que la
infinidad de matices con los que Dora ha trazado a su personaje y a sus parejas
(más o menos) de ocasión conforman un muestrario espléndido de lo que es capaz
la naturaleza humana a la hora de establecer relaciones amorosas o, más bien,
pasionales. Algunos indicios les habrá sugerido ya el título de la obra,
intrigante y avasallador.
El arte de lastimar y otros placeres es, en definitiva, producto
y resultado de esta época y en ella se inserta a la perfección, como anillo al
dedo o, dicho con más propiedad, como click al timeline.
Odette
Alonso
Ciudad
de México, 3 de mayo de 2013